Un intenso aroma a canela se
filtró por la rendija de la puerta de la biblioteca, invadiendo de a poco todo
el amplio espacio, llegando hasta el pequeño rincón junto a la estantería de libros
de literatura antigua, donde Elisa yacía cómodamente sobre el mullido sillón de
terciopelo verde que estaba a un costado, casi como escondido y completamente
fuera del ángulo de visión de quien entrara a la biblioteca. Ese era su
escondite predilecto, ahí se refugiaba cuando quería desconectarse del mundo y
de su madre principalmente, la cual, por cierto, tenía ya bastante rato
buscándola incansable por la enorme mansión; tenía a toda la servidumbre afanada
en encontrar a su rebelde hija. Sus desmesurados gritos habían llegado a los
tímpanos de Elisa, pero ella había hecho caso omiso, no tenía ánimo de escuchar
las peroratas frívolas de su madre, así que se concentró más en la lectura del
diminuto libro de pasta roja con ribetes negros que sostenía entre sus
delicadas manos e hizo como que no escuchaba los incansables llamados. Pero a
lo que sí no podía ser inmune era al olor de la leche bronca hervida con
canela, eso sólo podía significar una cosa… Como si sus pies obedecieran la
orden directa de sus fosas nasales, Elisa se puso de pie cuando aspiró
profundamente y con los ojos cerrados el penetrante olor a canela. Salió de la
biblioteca y con ágiles y rápidos pasos entró a la cocina. Su nana estaba
frente a la estufa, con la mano derecha movía enérgica y rítmicamente un
cucharón de madera dentro de una olla de barro, giraba en un solo sentido,
según era la costumbre, porque se creía que hacerlo hacia el otro lado cortaba
la preparación. Elisa esbozó una enorme sonrisa y se relamió los labios, no se
había equivocado, su nana cocinaba jericallas, el suculento postre jalisciense
hecho a base leche bronca, yemas de huevo y canela… su favorito.
-Tú y tus sabios dichos, nana,
pero mejor no lo pudiste decir –señaló Elisa-. Bien sabes que no puedo
resistirme a la jericalla que preparas, es mi dulce veneno –respondió juguetona
Elisa y se paró junto a su nana, siguiendo con la mirada los rítmicos
movimientos de la cariñosa señora-.
-Bien lo dijo tu madre: “Esa hija
mía sólo saldrá de su madriguera si huele a leche hervida con canela” –se mofó,
imitando la estirada voz de la madre de Elisa-.
-¿Me has tendido una trampa,
nana? –inquirió suspicaz-.
-Sólo obedecí órdenes, mi niña
–admitió pesarosa la santa señora-, ya sabes como es tu madre cuando no se hace
lo que pide en el momento que lo pide…
-Tienes razón –suspiro Elisa y se
sentó sobre la tabla de la cocina mirando hipnotizada el espeso líquido de la
cacerola-, es insufrible… ¿y para qué me quiere? ¿Tú sabes?
-¡Bájate de ahí, Elisa! Es
impropio de una señorita de sociedad encaramarse de esa forma en un tablón
–unos pasos elegantes y estudiados se escucharon entrar en la cocina, eran de Doña
Eugenia, la madre de Elisa- ¿Dónde te habías metido? Tengo horas buscándote por
todos lados…
Elisa lanzó una mirada
significativa a su nana, ella entendía a la perfección lo que su niña sentía
respecto a su madre, siempre que la necesitaba era para algo que sería
desagradable para ella. Su madre y Elisa parecían venir de planetas distintos,
sólo tenían en común el lazo sanguíneo, fuera de eso, nada.
-¿Qué necesitas, madre? –inquirió
lacónicamente-.
-En media hora llega la emisaria
de Doña Margueritte Rostan con todos los vestidos que encargamos en la capital–el
pecho de Doña Eugenia se inflamó de orgullo, era un honor que tan famosa
diseñadora le hiciera los vestidos a ella y a su hija, y que además los enviara
a casa, eso era una distinción que pocos habían gozado, tan sólo las damas más
importantes de la sociedad mexicana tenían dicho privilegio-.
Cuando de moda y clase se hablaba,
sólo un nombre podría salir a flote: Margueritte Rostan. Ella era la encargada
del departamento de Alta Costura de la más prestigiosa y exclusiva tienda de la
capital Mexicana: El Palacio de Hierro, que había abierto sus puertas el siglo
pasado y se había posicionado entre lo favorito de la elite de la sociedad.
Todas aquellas damas que querían ser consideradas finas y elegantes se mandaban
a hacer sus trajes y vestidos a esta tienda. Por supuesto, Doña Eugenia
Rivadeneira de Corcuera no podía ser la excepción, para ella las apariencias lo
eran todo, su frivolidad no tenía límites. Elisa, su hija, era todo lo contrario,
a ella le daba igual; con que el vestido fuera cómodo y lindo le era más que
suficiente, quién lo había costurado y cuánto había costado eran cosas que la
tenían sin cuidado.
-Madre, no comprendo por qué debo
estar presente –farfulló Elisa en tono cansino-, sólo vienen a entregar los
dichosos vestidos esos…
-Tienen que medírtelos para ver
si te calzan perfectos, ellas son muy profesionales –Doña Eugenia hizo un gesto
de desesperación al ver la cara de fastidio de su única hija-.
-No me interesa, madre… Es más,
odio esos vestidos, sigo sin comprender por qué las mujeres debemos usar tantos
volantes y telas y fajas… es un fastidio, deberíamos poder vestir pantalones,
son mucho más prácticos…
A Doña Eugenia se le transfiguró
el rostro ante las insolentes declaraciones de Elisa. Levantó la mano en son de
emitir una perorata y exclamo con voz firme y estricta:
-Te vas a medir esos vestidos y
es mi última palabra…
Ese tono de voz no dejaba pie a
ninguna réplica. Elisa frunció el ceño y agachó la cabeza, sabía de sobra que
cuando su madre se enojaba podía irle muy mal, así que se mordió la lengua y
sintió cómo el fuego de sus punzantes argumentos le quemaba la garganta al
tener que detenerlos en ella, las palabras agolpadas y reprimidas le provocaron
un fuerte acceso de tos.
-Como usted mande, madre…
-Eso está mucho mejor –sonrió
satisfecha Doña Eugenia-. Sube a tu habitación a refrescarte, te espero en el
salón en 20 minutos, ni uno más ni uno menos…
Elisa se encaminó a la salida de
la cocina y cuando estaba a punto de cruzar, su madre la paró en seco.
-Antes de que se me olvide, recuerda
que en la noche es el baile anual del 1º de septiembre de los Fernández del
Valle, te agradecería que te comportaras como la señorita decente que se supone
que eres, no quiero que emitas ninguna de esas ideas tuyas de mujeres usando
pantalones y demás sandeces –hizo una pausa y miro fijamente a su hija-, y
guárdate tus opiniones sobre políticas y otras cosas, las mujeres no deben
hablar de esos temas, recuerda que una dama sólo debe escuchar y sonreír, no
conseguirás marido si te comportas tan irreverente como sueles hacerlo aquí en
casa.
La voz de su madre fue peor que
una bofetada. Elisa odiaba todos esos convencionalismos sociales, cuidar las
formas, las maneras y las palabras. Ella era espontánea y culta, le gustaba
compartir lo que leía y lo que opinaba sobre todo, el intercambio de ideas en
una conversación era enriquecedor para el conocimiento, no comprendía, ni lo
haría nunca, por qué las mujeres no debían participar en dichos debates. Pero
tampoco quería discutir con su madre cuando estaba así de intransigente,
siempre salía perdiendo, por lo que resignada asintió con la cabeza y siguió su
camino al piso superior de la casa, donde se encontraban sus aposentos.
-¿Qué voy a hacer con ella?
–Preguntó Doña Eugenia a la nana de Elisa, que había permanecido en silencio, y
sólo atinó a encogerse de hombros ante la pregunta de la señora- Esta hija mía
va a matarme de un coraje, pero lograré controlarla, meteré a esa oveja
descarriada en cintura, no importa cuánto me cueste hacerlo –declaró
categórica-.
-Podrá reprimirla, más nunca doblegará
su espíritu, señora –arguyó sabiamente la nana Chata-.
Doña Eugenia le clavó una fría
mirada a la anciana señora, no le gustaba en lo más mínimo sus respuestas
insolentes, pero se las aguantaba por consideración a su edad y a los años que
tenía trabajando para su familia. Engracia Martínez (esa era el nombre de la
nana Chata), también había sido su nana. Había llegado a la casa de sus padres
cuando sólo tenía 15 años, tenía toda su vida al servicio de la familia
Rivadeneira, imposible despedirla, aún con sus respuestas irónicas y sardónicas
la nana Chata era inamovible de su puesto, de una u otra manera formaba parte
de la familia.
-No digas sandeces, Engracia
–tenía mucho que no la llamaba nana, casi desde que se casó-, mejor ve a
vigilar a esa oveja descarriada que tengo por hija, no quiero que por su culpa
quede mal con las distinguidas modistas.
La nana chata hizo una mueca y se
encogió de hombros, odiaba cómo su patrona trataba a su niña Elisa.
-No puedo, señora… Estoy haciendo
las jericallas que me ordenó.
Doña Eugenia torció el gesto y no
le contestó nada, las palabras estarían de más, esa declaración de la nana
Chata era determinante, qué señora más
necia e irreverente, pensó para sus adentros, otra con quien tampoco no sé qué haré con ella. Soltó el aire
fuertemente para mostrar su enfado y furibunda salió de la cocina para seguir a
su hija hasta su habitación, la conocía perfectamente bien, de sobra sabía que
por más dócil que pudiera mostrarse, Elisa era rebelde por naturaleza y odiaba
todo los estrictos protocolos de la sociedad, más le valía vigilarla de cerca
antes de que se escabullera de nuevo a algunos de los muchos escondites que
tenía repartidos por toda la casa.
A las cuatro en punto de la tarde,
el sutil sonido del timbre de la mansión de los Corcuera Rivadeneira retumbó
por las paredes haciendo eco hasta el suntuoso salón donde Elisa estaba
correctamente sentada junto a su estirada y, en ese justo instante, ansiosa
madre, quien al escuchar el inconfundible “tilín” del timbre se paró de golpe
como movida por algún mecanismo interno parecido a un resorte.
-Han llegado –exclamó vehemente y
se acercó a la puerta, mirándola detenidamente con el corazón en la mano, sabía
que un instante entrarían a avisarle de la prestigiosa visita-.
Elisa hizo una mueca poco propia
de una dama al ver el alborozo que su madre armaba, no entendía por qué estaba
tan emocionada por medirse unos cuantos vestidos, podrá ser muy elitista la tal
modista, pero para ella no era nada sobresaliente, tan solo un montón de telas
y holanes, nada del otro mundo.
Toc, toc…
-Adelante –contestó Doña Eugenia
con la voz aguda de la emoción-.
Una de las doncellas entró con
paso suave y mesurado, tal cual la habían instruido, la servidumbre en una casa
de buena familia debía seguir las formas al pie de la letra, ser atenta,
educada y prudente.
-La Señora Margueritte Rostan ha
llegado, Doña Eugenia –exclamo lacónica la joven-.
Los ojos de la madre de Elisa se
abrieron tan descomunalmente que por un momento parecía que podían salirse de
sus órbitas, estaba completamente atónita y eufórica; por su rostro el color
iba y venía como un caleidoscopio. Era tal la emoción de Doña Eugenia que por
un segundo estuvo a punto de perder su tan estudiada compostura. Al sentir los
ojos de su hija sobre ella, sorprendidos por la reacción tan fuera de lo
normal, se obligó a serenarse, cuadró los hombros, respiró profundo y
aclarándose la garganta le dijo a la doncella:
-Hazla pasar, por favor, y en
seguida trae el servicio de café y té… y no olvides las pastas y galleticas de
fábricas de Francia, son las más finas y deliciosas.
-¿Qué te pasa, madre? Es la
primera vez en mi vida que por un instante te vi vulnerable –señaló en tono
sarcástico Elisa-, es más, por una milésima de segundo hasta creí que eras
humana –añadió, aguantándose la risa-.
La mirada de Doña Eugenia cayo
gélida sobre Elisa, el comentario no le había hecho la más mínima gracia.
-Espero que controles esa lengua
irreverente tuya y te comportes delante de la Señora Margueritte- masculló
entre dientes y agregó en un tono cortante y despiadado-: si no quieres que me
vea en la necesidad de pasarle a tu padre la cuenta de tus fechorías –sonrió
maliciosa- ya sabes lo estricto que es, y si a mí no me obedeces, seguro a él,
sí.
Elisa palideció. Si había alguien
sobre la faz de la tierra que le infundiera temor al grado de dejarla
paralizada, ese, sin duda, era su padre. Su voz autoritaria y su mirada
imperturbable eran capaces de poner a temblar a la fuerte y rebelde Elisa. De
niña, cuando la regañaba o castigaba o incluso, le pegaba, ella salía corriendo
a esconderse temblorosa bajo los protectores brazos de su nana. En un principio
intentó guarecerse de la ira paterna con su madre, pero ella, en vez de
consolarla, la reprendía, aduciendo a que algo habría hecho para merecer el
coraje de su padre. Así, a una muy corta edad, Elisa comprendió que sus padres
no sentían el más mínimo cariño hacia ella, es más, en su fuero interno
sospechaba que hasta la odiaban. Todo el amor maternal que necesitó de niña lo
encontró en su nana, ella siempre le ha profesado el cariño y devoción de una
amorosa madre.
Durante la siguiente hora, Elisa
tuvo que emitir sonrisas acartonadas y soportar estoicamente las frivolidades
de su madre y sus exagerados elogios a la tal Margueritte, la cual los recibía
con un gesto desdeñoso, como si cada palabra que emitía Doña Eugenia no fuera
suficiente para justificar la enorme deferencia que había hecho hacia ella al
traerle en persona los vestidos. En
innumerables ocasiones estuvo a punto de salir corriendo del salón, estaba más
que asqueada ante tanta falsedad, pero la amenaza de su madre flotaba sobre
ella como una nube negra que auguraba tormenta, no quería tentar a la suerte,
así que resignada se probó uno a uno los muchos vestidos y además tuvo que
decir una que otra palabra agradable cuando se los probaba. Lo más difícil fue cuando
le midieron el vestido para el baile de la noche, se sentía incómoda
portándolo, no era feo, pero para su gusto, era demasiado ostentoso y
llamativo. El corte estraple le agradaba, pero tanto recogido se le hacía
innecesario y ni qué decir del brocado de la tela, era demasiado excéntrico,
pero aún así, ante la expectante mirada de su madre y la famosa diseñadora tuvo
que emitir algunas palabras de agrado y atornillarse la sonrisa más falsa de la
historia, lo cual no dejó convencida ni a la una ni a la otra, pero entusiasmo,
eso sí que no lo podía aparentar, no era tan buena actriz.
Mientras Elisa sufría esos
angustiantes momentos en el salón familiar, en otra parte de la ciudad, el
destino movía sus hilos preparando una emboscada que le cambiaría la vida.
En una mansión de líneas
arquitectónicas elegantes y señoriales, ubicada en la calle Libertad de la
lujosa colonia Americana, vivían los Metzger. Degustando el café de la tarde,
en la gran sala privada de la familia, se encontraba Doña Carlota y Don Gerald,
con su apuesto hijo Damián. El ambiente entre ellos era relajado, de verdadero
cariño fraternal y armonía familiar. Los Metzger eran el vivo ejemplo de una
familia unida, sólo eran tres sus miembros, pero no necesitaban más.
-¿Tengo que asistir al baile de
hoy, padre? ¿De verdad? –inquirió Damián con un dejo de fastidió en la voz-.
Sabes que odio esos formalismos de la sociedad de esta ciudad, además esos
bailes son para encontrar esposa y yo no estoy interesado en casarme en este
justo momento…
-Y aunque lo estuvieras hijo –le
interrumpió su madre-, sabes que debes casarte con una mujer alemana y a esos
bailes acuden pocas…
-No nos interesa que vayas por
ese motivo, hijo mío –terció amablemente su padre-. En esas reuniones también
se conciertan negocios, es importante para la imagen de empresas Metzger que te
vean en esos eventos, recuerda que las apariencias lo son todo en esta ciudad.
Damián se encogió de hombros y
asintió con la cabeza. No le gustaban en lo absoluto esos eventos, para él no
eran más que una civilizada exposición de ganado, donde los padres llevaban a
sus hijas para ponerlas en escaparate para que los jóvenes solteros y ricos
pudieran admirarlas y elegir a la suya. Un acto meramente comercial que lo
consideraba de lo más mezquino. Sin embargo, no le quedaba más remedio que
asistir, jamás había eludido una responsabilidad y si su padre creía que ir a
la dichosa fiesta implicaba beneficios para la empresa, él no podía dejar de
asistir. Su familia y su empresa antes que nada.
-Si no hay más remedio y lo
consideras idóneo, iré padre –exclamo lacónico y agregó-: Y cambiando de tema a
cosas más importantes, ¿qué piensas de la invasión de Alemania a Polonia? Hoy
ha sido noticia en todos los periódicos del país. Y además Francia e Inglaterra
ya anunciaron su declaración de guerra.
-Era algo inevitable, hijo. Nuestra
tierra quedó devastada y mancillada con los acuerdos firmados en el Tratado de
Versalles y en dicho acuerdo, entre tantos actos leoninos en nuestra contra, se
entregó el corredor de Dantzig a los polacos ¡Un territorio alemán! –Gerald
Metzger se quitó las gafas y las limpió con un fino pañuelo de lino-, el
resentimiento quedó bajo la piel, sólo era cuestión de tiempo para que se
desatara otra guerra, el orgullo germano tenía que emerger y qué mejor que sea
de la mano de un hombre tan astuto e inteligente como Adolfo Hitler.
Gerald y Carlota Metzger vivieron
en carne propia la desolación y las penurias que tras la guerra anterior se
habían instalado en su amada Alemania. Los aliados habían hecho responsable a
su país del conflicto armado que terminó en 1918 y se repartieron el botín,
dejando a una Alemania hundida en la miseria, desmembrada, mancillada y
deshecha. Ellos habían emigrado a México por esos motivos, no tenían para dónde
hacerse, además que temían lo que ya estaba ocurriendo, otra guerra. Durante
todos los años de las décadas de los 20 y 30, en el corazón de los germanos se
estableció un férreo rencor que tan sólo necesitaba ser liderado para levantarse
en armas y reclamar lo que se les había quitado. Hitler era, en ese momento, el
líder que tanto esperó el pueblo Alemán. El día había llegado, la revancha
había comenzado.
Los Metzger siguieron conversando
un rato más sobre el tema, a ellos les interesaba sobre manera, tenían un agudo
sentimiento de patriotismo arraigado en el alma. Habían acogido a México como
país temporal, le tenían cariño por haberles dado refugio en el peor momento,
algo que le agradecerían toda la vida. Pero en su interior seguía latiendo
firme su amor germano, en sus venas corría la pasión y la entrega por su
tierra, por su Alemania querida que los vio nacer, a los tres.
Al final de sus intercambios de
ideas respecto del bombardeo sobre Polonia y el inicio de la guerra, acordaron
no comentar absolutamente nada durante la fiesta, era mejor mantener su opinión
en prudencia, seguro la mayoría tendría una postura en contra de las acciones
bélicas y de la invasión de Alemania sobre Polonia, y su opinión estaría
inclinada en contra de su país.
-Al ser Alemania quien inició,
todos estarán de acuerdo en que es el “malo de la película”-exclamó Gerald
Metzger- aún sin conocer el trasfondo, su balanza se va a inclinar hacia los
contrarios… Nos precede la fama de villanos, por desgracia.
-Si alguien nos preguntara qué
pensamos al respecto, ¿qué responderemos, querido? –Preguntó Doña Carlota, un
tanto preocupada-.
-Nos saldremos por la tangente
dando evasivas –dijo, Gerald, en tono lacónico-, es mejor ser tachado de
indiferente a que piensen que estamos a favor de las acciones de nuestra
Alemania, eso podría repercutir en el negocio –El patriarca Metzger se quedó
mirando hacia la nada, una inquietud se abría paso en su corazón-. Presiento
que está guerra nos afectará tarde o temprano, nuestra vida no será la misma a
partir de hoy, así que es mejor actuar prudentemente.
Doña Carlota y Damián se lo
quedaron mirando un tanto extrañados por el gesto preocupado que surcó su
rostro, pero no dijeron palabra alguna, ellos respetaban las decisiones de
Gerald Metzger, las cuales siempre habían sido a favor de su familia, todas sus
acciones estaban encaminadas a proteger a su mujer y a su hijo, así había sido
siempre y hasta ahora no se había equivocado. Él era la cabeza de la familia y
sabía lo que más convenía hacer, de eso estaban seguros tanto Doña Carlota como
Damián, por eso siempre habían obedecido sus órdenes y seguido sus consejos.
La noche cayó en la capital
Jalisciense, suave y serena. El sol se ocultó en el horizonte haciéndole
reverencia a la imponente luna que se alzó brillante, esplendida y repleta en
el manto estelar acompañada de las titilantes estrellas. Una fresca brisa de
finales de verano se sentía en las mejillas de los pocos transeúntes que aún
caminaban por las aceras de las empedradas calles. Y en la impresionante casa
de los Fernández del Valle, al final de la exclusiva calle Laffayette, todo
estaba provisto y dispuesto para recibir a sus distinguidos invitados. Como
cada año sin falta, el primero de septiembre la familia tiraba la casa por la
ventana y haciía gala de sus mejores dotes de anfitriones, el matrimonio
formado por Catalina del Valle y Ricardo Fernández del Castillo celebraba su
aniversario de casados, y lo que debía ser un festejo íntimo entre ellos lo
habían convertido en un pretexto para derrochar y denotar su posición económica
y social. Su cena-baile era el evento más esperado en todo el año por la
sociedad tapatía, lo cual era motivo de orgullo para el estirado y elitista
matrimonio.
Enfundada en el incómodo y
elegante vestido, Elisa cruzó el umbral de la puerta de la mansión de los
Fernández del Valle. Traía la palabra fastidio impresa en su rostro, escondida
detrás de la falsa sonrisa que su madre le obligó a esbozar. Doña Catalina y
Don Ricardo los recibieron efusivos y con palabras de aprecio, las cuales a
ella le parecieron de lo más hipócritas. En seguida los hicieron pasar a la
sala de estar donde ya se encontraban muchos de los invitados, la más rancia
sociedad de Guadalajara se encontraba ahí reunida. Después de pasar los
obligatorios saludos con los presentes, la familia Corcuera Rivadeneira procedió
a comportarse como era lo indicado en esos eventos: Don Fernando se alejó a la
esquina del salón, donde los señores estaban reunidos degustando coñac y
conversando sobre el tema del día: el inicio de la guerra en Europa. Doña
Eugenia se acercó a las demás señoras casadas, sentadas en los elegantes
sillones junto a la ventana, ahí la plática era otra, se hablaba de modas y
demás frivolidades. A Elisa le correspondía acercarse al grupo de jóvenes en
edad de merecer que estaban de pie en el extremo derecho del salón, junto al
piano, donde una de ellas deleitaba a la concurrencia tocando una delicada
pieza de Mozart. Más que aburrido,
insufrible, pensó Elisa, quien de buena gana se hubiera sentado con los
señores y debatido apasionadamente su opinión sobre los temas interesantes que
ellos platicaban, pero le tocó ser mujer, soltera y joven, por lo que se tenía
que resignar a escuchar a sus contemporáneas hablar de muchachos y galanes de
cine, sus temas favoritos.
Para distraerse de tantas
banalidades que decían las jovencitas a su alrededor, Elisa se puso a observar
el inmenso y suntuoso salón. Su vista viajaba perezosa, iniciando en el enorme
y desproporcionado candelabro que pendía del techo; parecía una araña gigante
bañada de oro e iluminada con pequeños foquitos, y en ese momento comprendió
por qué las llamaban de esa vulgar manera, no
son más que unas arañas doradas, pensó divertida. Se fijó en las pesadas
cortinas de terciopelo color granate que caían desde el techo hasta el
alfombrado piso, estaban de moda, pero a su gusto eran demasiado ostentosas,
además guardaban muchísimo polvo, limpiarlas debería ser una tarea titánica
para la pobre servidumbre encargada de hacerlo. Sin embargo, lo que sin duda más
la impresionó y no de la mejor manera fue la exagerada chimenea de mármol
blanquecino frente a la cual estaban reunidos los caballeros; era la cosa más
espantosa que había visto Elisa en toda su vida, rezumaba mal gusto por todos
lados, no entendía cómo todos la podían admirar, para ella era un armatroste de
proporciones innecesarias y los rebuscados adornos, muy al estilo rococó, eran
lo que más la disgustaban, para ella era un exceso de lujo que rayaba en lo
ridículo.
Sus ojos siguieron vagando
distraídos de aquí para allá, en el suntuoso y enorme salón sin prestar
realmente atención a nada en especial, hasta que se vieron capturados y atraídos
por un par de centellantes ojos azules que la miraban con insistencia, y cuando
al fin se cruzaron con los suyos le sonrieron galantemente. Las mejillas de
Elisa no tardaron en teñirse de un tenue rubor rosado, no entendía por qué,
pero esa mirada la perturbaba, agradablemente. Era tan intenso el imán que
ejercía sobre ella que fue incapaz de mirar hacia otro lado, pareciera como si
todo a su alrededor se hubiera desvanecido y sólo estuvieran ella y el dueño de
tan penetrante mirada. Damián, quien era el caballero de los ojos azules,
sintió exactamente lo mismo.
Movidos por una fuerza
sobrenatural, sus pies empezaron a avanzar, buscaban acercarse ignorando las
estrictas reglas que la sociedad dictaba sobre el comportamiento de los
caballeros solteros y las damas casaderas: “En
una fiesta jamás deben acercarse ni hablar antes de la cena, ya tendrán la
oportunidad de conocerse a la hora del baile y con el permiso del padre de la
jovencita”. Por fortuna, cuando estaban a menos de tres metros de
distancia, el aviso del mayordomo de que ya podían pasar a la mesa rompió el
sopor en el que estaban sumergidos y evitó la hecatombe social que hubieran
ocasionado de haber caminado unos cuantos pasos más.
Como era la costumbre, los
lugares estaban previamente asignados y sobre cada plato yacía una diminuta tarjeta
blanca que tenía escrita con una fina caligrafía en tinta dorada el nombre del
dueño de cada asiento. Elisa sonrió al comprobar que había sido dispuesta en un
puesto bastante lejos de sus padres, pero su emoción fue aun mayor cuando se
percató de a quién tenía enfrente: del otro lado de la mesa estaba el apuesto
dueño de los ojos azules. De nuevo se ruborizó y su corazón latió como nunca lo
había hecho antes, haciendo que la sangre en sus venas corriera acelerada,
provocándole maremotos incontrolables en su interior que ella, inocente en
estos menesteres, era incapaz de identificar. Elisa no entendía por qué razón,
pero ese joven la intimidaba y a la vez le producía sensaciones indescifrables
y maravillosas que no había sentido hasta ese instante; era tal la emoción que
le provocaba que se descubrió preguntándose si así se sentía cuando uno se
enamora. Había leído suficientes novelas de amor para saber que una mujer era
capaz de caer rendida con tan sólo una mirada ¿Será mi caso?, se preguntó mientras miraba subrepticiamente al
joven sentado delante de ella, quien a su vez también la miraba, sólo que él lo
hacía abiertamente, sin ningún tipo de recato, lo que provocó que el rubor en
las mejillas de Elisa se intensificará. Tal era el nerviosismo que le provocaba
que hizo que la mano que sostenía la cuchara con sopa le temblara y una gotita
de ésta cayera sobre el prístino mantel.
-¿Estás bien? –Preguntó la joven
sentada a su derecha, al notar la turbación de Elisa-.
Era Lucrecia Vidurri, la mejor
amiga de Elisa y la única de todas las jóvenes que la comprendía, aunque no
compartiera su opinión sobre muchas cosas.
-Sí, estoy bien –afirmó sin
convicción, pero agradeciendo la distracción-. Sólo un poco nerviosa.
-Es por el buen mozo que tienes
enfrente, ¿verdad? –Dijo socarrona Lucrecia- No ha dejado de observarte desde
que nos sentamos.
Elisa asintió con la cabeza y
curvo sus labios en una tímida sonrisa, que su amiga le respondió abiertamente
burlona.
-Parece que ha aparecido quien
enamore a la inconquistable Elisa Corcuera–exclamó grandilocuente, Lucrecia-.
-No digas tonterías, Lu… Ni
siquiera sé quién es…
-Pronto lo averiguarás, por cómo
te mira estoy segura que te sacará a bailar desde que suene la primera pieza,
ya verás –le contestó Lucrecia, guiñándole un ojo-.
Elisa no le contestó, tan sólo se
encogió de hombros y se concentró en el plato fuerte que acababan de servirle.
Trató de distraerse cortando el suave salmón escalfado, pero era inútil, no
podía quitarse de la mente la mirada azul del desconocido y en su fuero interno
deseaba que su amiga tuviera razón, ojalá y la invitara a bailar, lo deseaba de
verdad. Aún nerviosa por sus pensamientos mantuvo la cabeza gacha un buen
tiempo, hasta que no pudo más y tímidamente levantó la mirada, el desconocido
estaba girado hacia a su izquierda conversando con otro joven, aprovechó el
momento para observarlo mejor. Realmente era guapo, tenía el perfil de los
ángeles pintados por Miguel Ángel en la capilla Sixtina. Su tez era muy blanca
y su cabello oscuro, su nariz recta y mentón firme le proferían armonía al
rostro. Su boca estaba perfectamente delineada y era de color rosa pálido, y
cuando las comisuras de sus labios se elevaban en una sonrisa, el rostro se le
iluminaba. Sus facciones eran perfectas por só solas, pero lo que más resaltaba
en él eran sus intensos y profundos ojos azules, que la hacían recordar el
profundo y agitado mar del Pacífico.
Damián sintió la tenue mirada
sobre él y se giró, sus ojos y los de Elisa se encontraron, él sonrió, ella se
sobresaltó al ser descubierta observándolo, pero no pudo desviar la mirada,
estaba atrapada en la intensidad de los destellos azules de Damián. Tampoco él
hizo algo para romper el contacto, le fascinaba la ingenua irreverencia que
vislumbraba en las pupilas de la joven. Desde que la observó en el salón, con
la mirada divagante y distraída, había quedado prendado de su clásica belleza.
Antes había visto jovencitas hermosas, pero ninguna como la que estaba en el
puesto delante de él; en sus ojos titilaba una chispa especial y su sonrisa era
arrobadora, y ni qué decir de su fina y diminuta naricita que dotaba a sus
facciones de una delicada apariencia de ninfa. No tenía idea del porqué, pero
desde que la descubrió en el salón no se la había podido quitar de la mente, él
nunca se fijaba en las señoritas casaderas, no tenía intención de cortejar a
alguna, así que por respeto a su tiempo y a sus ilusiones no conversaba ni
bailaba con ninguna, no encontraba el caso, el viajaría a Alemania cuando fuera
el momento, a buscar a su esposa. Tanto lo había cautivado la belleza de Elisa
que sintió el repentino impulso de invitarla a bailar cuando llegara el
momento, lo cual estaba en contra de sus convicciones, pero la atracción era
más fuerte que su sentido común. Algo había brotado en su interior, un
sentimiento desconocido se habría brecha en su corazón, algo nuevo, pero
inusualmente familiar… ¿Así se sentirá el
amor?, pensó Damián y de nuevo miró a la bella ninfa que tenía delante de
sí, su sonrisa se ensanchó. Sí, tendría que bailar con ella, no podía ser de
otra manera.
La cena terminó y todos los
invitados pasaron a otra gran sala dispuesta para el baile. Al fondo, sobre una
pequeña elevación había sido acomodada la orquesta. Todas las jóvenes se
paraban a un costado a esperar a que algún caballero soltero las invitara a
bailar. En el otro extremo se encontraban los padres, desde ahí podían tener una
visión perfecta de todo el lugar para vigilar a sus hijas, las cuales debían
dirigirse a ellos para buscar su aprobación cuando alguien les solicitará un
baile, la cual era manifestada con una ligera inclinación de cabeza, o, en caso
de rechazar, la negativa era indicada con el dedo índice.
Elisa buscó con la mirada al
joven de los ojos azules, en el mar de caballeros que pululaban alrededor de
ella y las demás jovencitas, no lo veía por ningún lado. Pero al que sí vio fue
al pesado de Ernesto del Cueto, quien se acercaba peligrosamente a ella. Elisa
tembló. Si le solicitaba un baile tendría que aceptarlo, era hijo de un amigo
de su padre y un rechazo se consideraría un desaire. Su padre seguro la
castigaría si no aceptaba bailar con él. Desesperada, buscó con mayor ahínco de
un lado a otro, moviéndose deliberadamente, tratando de poner distancia,
Ernesto no le caía mal, pero odiaba que sus padres quisieran emparejarlos, a
ella le parecía repugnante que le quisieran escoger marido, además, dicho sea
de paso, no le atraía en lo más mínimo, tenía todo los defectos que ella
detestaba en un hombre, principalmente la soberbia y el machismo.
Disimuladamente dio un par de pasos hacia atrás, pero no pudo seguir avanzando,
había chocado con alguien, en su espalda sintió un pecho firme y fuerte. Se
giró avergonzada para disculparse por su torpeza, pero al descubrir contra
quién había chocado se quedó sin habla. Era el joven de los ojos azules.
-Al fin te encuentro, preciosa
–Exclamó Damián inclinando caballerosamente la cabeza-. Damián Metzger, a tus
órdenes.
Elisa le devolvió la sonrisa y de
nuevo el mundo desapareció a su alrededor.
-Mucho gusto –contestó, logrando
controlar su nerviosismo-. Elisa Corcuera.
-Encantado de conocerte, Elisa
–tomó su mano entre las suyas y se la llevó a los labios- ¿Me harías el honor
de bailar conmigo esta pieza?-preguntó, galante-.
Olvidándose del protocolo, de su
padre, de Ernesto y de todo, Elisa le tendió la mano y se dejó guiar a la pista
de baile. La música era tranquila, en esas fiestas de sociedad los boleros y
los vals eran los géneros que se escuchaban y bailaban. El mundo ya estaba
revolucionado con el jazz y el swing, pero a la sociedad tapatía no le
importaba, ellos seguían conservando el aire romántico de la música tranquila,
sentían que eso les daba mayor categoría.
-Ésta y todas las piezas –susurró
Elisa, en un arrebato de inusitada osadía-.
Damián sonrió ante su vivaz respuesta
y con maestría la hizo girar en la pista de baile, siguiendo el ritmo
cadencioso de la canción que tocaba la orquesta, la cual era cantada por la
melodiosa voz de su jovencísima compositora, que emergía en el éxito: la
orgullosamente tapatía Consuelo Velázquez.
Así
enamorada
Entrégame tú
la caricia suprema de amor
Con luz en
la mirada
Que ahuyente
esa lágrima tuya
Y olvide el
rencor
Así
enamorada
Escucha esta
canción que es para ti
Y deja que
esta noche apasionada
El mundo
juzgue locos a los dos…
Al escuchar la romántica letra,
Elisa no pudo más que pensar que estaba dedicada a ella, era así como en esos
momentos se sentía: enamorada. Nunca antes lo había estado, pero su corazón
brincaba de júbilo cada vez que en un giro inesperado del baile Damián cerraba
más su mano sobre su cintura, ese leve roce la hacía estremecerse hasta los
dedos de los pies. Ella podía sentir que a él le pasaba lo mismo, ya que su
corazón latía igual de acelerado que el de ella; a pesar de la distancia que
debían de guardar sus cuerpos, ella podía percibir sus agitados latidos y su
frenética respiración. Y si eso no fuera suficiente, el intenso centellar de
sus pupilas azules se lo confirmaba.
Elisa y Damián siguieron bailando
por el resto de la velada, canciones y canciones transcurrieron, pero ellos
jamás se soltaron, estaban como entrelazados por un magnetismo que escapaba a
su control, algo más fuerte que ellos estaba naciendo en su interior, casi sin darse
cuenta. Cuando la orquesta cesó de tocar para el consabido descanso, sus mentes
tuvieron que hacer un gran esfuerzo para lograr que sus cuerpos dejaran de
bailar, porque parecía que para ellos la música no se había detenido, en su
interior seguían escuchando el suave sonido de violines y trompetas. La música
del amor se les insertó en el alma.
Un escalofrío recorrió de pronto
la espalda de Elisa al sentir una gélida mirada sobre ella, ni siquiera tuvo
que voltear para saber de quién era, sabía que era su padre quien la vigilaba
como halcón a la distancia. Armándose de valor y olvidando el temor que le infundía,
tomó la mano de Damián entre las suyas y en un arrebato de rebeldía,
serpenteando entre la mar de gentes, lo guió fuera de la casa, al aire fresco
de la noche que se respiraba en la terraza. Una vez bajo el manto estelar su
valentía se disipó y no supo cómo reaccionar. Se sintió fuera de tono y un poco
tímida. Su sentido del decoro hizo acto de presencia, dejándola sin aliento.
-Tranquila, Elisa –le dijo sereno
Damián, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano-.
-Creí que sería buena idea, pero
ahora… no sé… estoy nerviosa.
-No tienes por qué estarlo, yo
soy un caballero.
-Lo sé, pero no está bien visto…
y si mi padre…
Damián le colocó el dedo índice
sobre sus labios para silenciarla y con la otra mano le rodeó la cintura,
atrayéndola hacia él. Fue algo impulsivo de su parte, sabía que era impropio,
pero no lo pudo evitar.
-Nadie nos vio salir –le susurró
al oído para tranquilizarla-.
La respiración de Elisa era
agitada, estaba nerviosa y ansiosa, si alguien los descubría estaría metida en
graves problemas, pero por desquiciado que pareciera, no quería soltarse de su
abrazo, nunca se había sentido tan segura como en ese instante, por lo que el
mundo podría rodar si quería, le importaba un comino, por lo que elevó sus
manos y las colocó tímidamente en el cuello de Damián, ignorando el grito
desesperado de su razón.
A pesar de su instante de osadía,
aún le quedaba un gramo de cordura y quiso confirmar que nadie los había visto.
Más valía prevenir, que lamentar.
-¿Estás completamente seguro?
–preguntó, nerviosa-.
-Totalmente –afirmó Damián-.
Por un minuto, el tiempo se
detuvo entre ellos, se quedaron así, abrazados, mirándose fijamente a los ojos.
Damián levantó su mano y la posó sobre la mejilla de Elisa, ladeando su rostro.
Con el dedo pulgar acarició sus labios y le dijo suavemente antes de besarla:
-Esto es una locura, te conozco
hace apenas un instante, pero parece que llevara amándote toda la vida… Yo no
creía en el amor a primera vista, hasta que vi sonreír a tus ojos.
Los labios de Damián se juntaron
con los de Elisa, en un dulce y tierno beso, el primero de amor que ella sentía.
Poco a poco la intensidad fue aumentando, la boca de él se abría paso a través
de los sedosos labios, invadiéndolos de a poco, sin prisa y con delicada
sutileza, respetando la inexperiencia de Elisa, guiándola y llevándola
lentamente a un nivel más profundo de pasión, un territorio completamente
desconocido para ella, que le provocaba una ardiente sensación sobre la
superficie de la piel, algo que jamás había sentido, pero que la inundaba de un
placer que casi le hacia tocar las nubes con la punta de los dedos. La dulzura
del exquisito ósculo le nubló a tal grado los sentidos que por un momento le
pareció que sus pies se elevaban lentamente del suelo, haciéndola flotar en el
aire dentro del protector refugio de los brazos de Damián, su guapo caballero
de ojos azules.
De pronto, el hechizo se rompió. Una
fría y enérgica voz los sacó del trance en que ese maravilloso beso los había envuelto.
-¿Qué significa esto, Elisa?
La voz filosa y grave de Don
Fernando Corcuera retumbó en los oídos de Elisa y la hizo palidecer de temor.
Estaba en problemas. Muy graves
problemas.
ATENCION:
Publicaré una vez a la semana. El día elegido será los miércoles a las 00:001 hora México.
Gracias por estar aquí y leer, sin falta nos vemos cada miércoles... Besos